Dejar Yosemite atrás nos mata de pena y el viaje a San Francisco se nos hace eterno (son 4 horas de coche) porque la salida del parque es una carretera llena de curvas, aunque las vistas lo compensan. La entrada a San Francisco es una pesadilla, es un atasco constante del que parece que no sales nunca, aunque una vez en la ciudad no hay prisa, ya que verla desde el coche es curioso y más cuando llevamos tantos días en mitad de la naturaleza. Lo cierto es que después de este viaje me doy cuenta de que aunque las ciudades pueden aportar muchísimas cosas, me quedo con las escapadas a la naturaleza; las ciudades se me antojan demasiado frías.
Llegamos al hostal pero no nos paramos mucho ya que se nos empieza a hacer tarde así que nos dirigimos a ver la zona del puerto, el famoso Fisherman’s Wharf. Pero la verdad es que cuando llegamos nos llevamos un chasco; aquello parece un parque de atracciones más que un puerto y de lo que eran los embarcaderos apenas queda la estructura del suelo de madera, ya que sobre este todo está repleto de tiendas y restaurantes. Aún así, decidimos quedarnos ahí y cenar una especie de sopa de almejas llamada Clam Chowder que se sirve en un cuenco hecho de pan, una comida muy típica de San Francisco y sobre todo de esa zona del puerto. Tras meternos comida caliente en el cuerpo y así revivir, abandonamos el lugar pasando por la zona que está repleta de leones marinos echados sobre el pier, haciendo un ruido tremendo y echando una peste que cuesta respirar. Hasta aquella escena parece de mentira, con grandes carteles sobre los leones marinos, como si estuvieran obligados a estar justo ahí para el entretenimiento de la gente que grita imitando el sonido de los animales y los aborda con flashes de cámaras. Si el pier parecía un parque de atracciones esto parece un zoo en toda regla.
Volvemos al hostal buscando entrar en calor ya que en San Francisco hace un frío bestial y además estamos reventados del madrugón y del viaje, así que nos vamos directos a la cama. Estamos en una habitación compartida de 10-12 camas y nos rodea una orquesta de ronquidos. Genial.
Día 14 (sábado, 18 de mayo)
A pesar de los ronquidos de nuestros compañeros de habitación hemos dormido genial, después del frío en Yosemite una cama cómoda y caliente ha sido un chute de energía. Bajamos a desayunar y partimos rápidamente a ver las Painted Ladies, ya que está anunciado que caerá lluvia y hay que aprovechar el tiempo hasta entonces.
Moverse por San Francisco a pie no es una opción ya que es una ciudad enorme, pero las opciones que hemos mirado de transporte público son caras, así que decidimos coger un Uber. Llegamos a nuestro destino: Painted Ladies, que básicamente es una hilera de casitas que están pintadas de colores diferentes, haciendo una escena pintoresca con el skyline de la ciudad de fondo. La verdad, nada que envidiar a las conocidas casas inglesas en el barrio de Irala de Bilbao. Aún así, el parque que está enfrente está repleto de gente sacando la foto de rigor, saco la cámara, un par de fotos (ya que estamos…) y dejamos atrás el parque. Por suerte, nuestro siguiente destino está cerca y podemos hacer el recorrido a pie, disfrutando por el camino de la increíble tranquilidad de los barrios residenciales, sacando fotos a casas de lo más curiosas y probando en nuestras propias piernas las famosas cuestas empinadas de San Francisco. Nos impresiona un poco la tranquilidad que se respira (al menos en esa zona), no hay ruidos, ni gente excesiva, ni basura en las calles. Es el típico lugar donde a nadie le importaría vivir.
Por fin llegamos a High-Ashbury, el barrio hippie de San Francisco, y al instante nos vemos rodeados por murales llenos de color, tiendas psicodélicas en las que no estamos muy seguros de qué se vende y gente de lo más variopinta. La verdad es que esperábamos algo más de este barrio, más vida, pero el hecho de que aún está casi todo cerrado supongo que tiene algo que ver. Mientras recorremos sus calles, empieza a llover como estaba anunciado y buscamos cobijo en una cafetería muy moderna esperando a que la lluvia pare, pero al ver que en lugar de detenerse va a más, pedimos un Uber para volver a Fisherman’s Wharf, ya que está junto a nuestro hostal y allí podremos comer algo. Una vez allí, a la lluvia (que cada vez es más intensa) se le junta el viento gélido, lo que lo hace doblemente incómodo. Que no os engañen: en California llueve y mucho. Derrotados por el tiempo, decidimos retirarnos al hostal y aprovechar para lavar la ropa en la lavandería, que tras Sequoia y Yosemite está asquerosa, y reorganizar lo que nos queda de viaje por el Big Sur hasta Los Angeles.
La verdad es que aunque preferíamos seguir recorriendo la ciudad, en el hostal no se está nada mal. Tiene una sala de estar enorme con sofás, una estufa de leña en el centro e incluso un piano. La gente es super tranquila y se agradece para pasar la tarde ahí y relajarse un rato. Finalmente, tenemos que quedarnos en el hostal para cenar, ya que el tiempo se ha empeñado en no dejarnos salir y con ello damos por concluída nuestra visita a San Francisco. Corta, fría y lluviosa, pero podría haber sido peor.
Día 15 (domingo, 19 de mayo)
Nos levantamos antes de que amanezca para preparar todo y marchar: empieza el Big Sur. Salir de San Francisco es una odisea por los atascos, igual que lo fue entrar. Por cosas como estas a veces entiendo por qué se quiere prohibir la entrada de los coches a las ciudades.
Nos desviamos para coger la conocida Highway 1, que es la carretera que bordea la costa, y aunque al principio me quedo un poco desconcertada porque sólo vemos la costa a ratitos, pronto llega lo bueno y nos encontramos conduciendo por una carretera que va tan pegada al mar que casi parece que puedas tocar el agua si sacas el brazo por la ventanilla. La montaña ha sido increíble, pero echábamos de menos ese olor que viene del mar y el sabor a salitre en nuestras bocas.
Paramos casi en cada apartadero que vemos para disfrutar de la vista de los acantilados y playas salvajes y sacar alguna foto. Las nubes negras que vaticinan tormenta nos siguen en todo el camino, pero también nos regalan una luz espectacular. A ratos caen chaparrones de lluvia y no podemos evitar reír comentando que hemos venido a la California más lluviosa que se haya imaginado, aunque personalmente no cambiaría nada en cuanto al tiempo que hemos tenido (salvo en San Francisco), ya que nos ha regalado escenas que de otra forma no hubiéramos podido disfrutar. Nuestra primera parada del Big Sur es Santa Cruz, un lugar mítico del mundo del surf por iconos como Jack O’Neill. Incluso hay un museo del surf en un pequeño faro que por supuesto entramos a ver. En el agua hay bastantes surfistas en el conocido spot de Steamer Lane, que curiosamente está rodeado de un bosque de larguísimas algas que hacen de barrera para que nos pasen los tiburones blancos, ya que este mar está plagado de ellos. Aún así, no me metería ni loca al agua.
Comemos en la ciudad y damos un paseo por la costa observando a la gente surfear. Parece que hace años que no entro al agua, pero en realidad sólo han pasado un par de semanas desde que surfeamos en San Clemente. La verdad es que tengo la sensación de llevar meses en EEUU. Después del paseo entre intervalos de chaparrones y sol, nos ponemos rumbo al sur de nuevo por la Highway 1. La idea era hacer una parada en Carmel, pero por el camino nos enteramos de que la mítica carretera de este pueblecito es de pago, como si fuera un parque temático, así que pasamos de largo y recorremos el interior del pueblo en coche. Habíamos escuchado que Carmel era precioso, y lo es, pero así de primeras no vemos nada que nos llame la atención como para parar y verlo más a fondo, así que seguimos dirección al Pfeiffer Big Sur State Park, donde tenemos el camping reservado para pasar la noche.
Por el camino hacemos varias paradas, entre ellas en los míticos puentes de Rocky Creek y Bixby Creek. Por supuesto, están llenos de gente buscando el selfie perfecto, por lo que no nos entretenemos demasiado y nos alejamos de ese agobio, que además se nos va a hacer de noche para llegar al camping y montar la tienda. Entramos en el parque de Pfeiffer (que al ser estatal no entra en nuestro pase anual de parques nacionales, pero nos libramos de pagar la entrada ya que tenemos una parcela de camping) y recorremos un bosque frondoso y húmedo hasta encontrar nuestra parcela. No hace el frío de Yosemite o San Francisco, pero tampoco vamos a pasar calor esta noche. Mientras cenamos sentados en la mesa de nuestra parcela, un cervatillo nos sorprende al pasar a pocos metros con toda tranquilidad y es que aquí parece que los animales del bosque están acostumbradísimos a la presencia humana. Y justo después, cuando estábamos terminando de cenar… ¡Sorpresa! ¡Vuelve a llover! Nos metemos en la tienda y damos el día por terminado, ya que tiene pinta de que esta noche también vamos a poner a prueba la impermeabilidad de la tienda.
Leave a reply